MADRID, 13 Nov. (Notimérica) -
Las pandillas son uno de los factores culpables de la inseguridad en Centroamérica, pero los menores que pasan a formar parte de estos grupos son víctimas que provienen de familias desestructuradas y que viven en situaciones de extrema pobreza. Tres jóvenes de Honduras, Guatemala y México consiguieron salir y ahora evitan que otros niños vuelvan a caer en las mismas trampas.
Cecilio Torres Juárez, Agustín Coroy y Carlos Cruz trabajan en sus respectivos países para evitar que los menores caigan en la mentira de las pandillas, de las que forman parte alrededor de 70.000 jóvenes en Centroamérica, como medio para escapar de la pobreza, encontrar aceptación y ganar respeto.
Ellos tres desde muy pequeños aprendieron a manejar armas y a utilizarlas contra otras personas, a robar, a traficar con drogas y a consumirlas. Ahora buscan que otros no se hagan y no hagan el mismo daño que hicieron aunque, confiesan, hay cosas que ya no tienen remedio.
Los tres participaron en un foro continental que tuvo lugar la semana pasada en Guatemala llamado 'Juntos para la Acción #JóvenesSinViolencia' para buscar soluciones a una epidemia regional que afecta principalmente a la juventud, según ha informado el Banco Mundial.
"LADRÓN DE SONRISAS"
La vida no le puso las cosas fáciles a Cecilio desde muy joven. Cuando tenía sólo 10 años su madre lo echó de casa. Sin familia y sin hogar, se vio obligado a vivir en las calles hasta que lo acogió un vendedor de drogas de su barrio, en Honduras. Poco tiempo después ya vendía drogas y a los 13 años se compró su primera pistola.
Cecilo recuerda como la pistola "era más grande" que él y que "ni si quiera" le cabía "en la mano", pero servía para hacer temer a las demás personas y para ganarse el respeto.
Pero, a los 17 años dos hechos le hicieron cambiar el rumbo que tomaba su vida: sobrevivió milagrosamente a un tiroteo de frente, que sólo le dejó marcas en la ropa, y decidió quedarse con una niña de dos meses que estaba a punto de ser regalada.
"Yo, estando en ese mundo feo y peligroso, decidí adoptarla y darle el amor que yo no tenía. Eso despertó en mi cierto amor a la vida, cierto temor a morirme y el deseo de querer cambiar", recuerda.
Aunque empezar a cambiar y recuperarse fue un proceso difícil en su vida, hoy Cecilio dirige una escuela de danzas folclóricas, hace deporte y su mejor amigo es un antiguo rival al que dejó parapléjico de un balazo. Su misión ahora es impedir que los niños vean a las pandillas como una opción.
"El convivir con ellos me despertó el niño interno", dice. Cuenta que recientemente tuvo que comparecer en un tribunal por un problema legal que tenía pendiente de su época como delincuente y le dijo a la juez: "He cambiado, pero todavía soy ladrón. Ladrón de sonrisas, porque trabajo con niños".
AYUDAR A LOS JÓVENES
Agustín Coroy tuvo el mismo comienzo de soledad y desesperación desde niño, pero en Guatemala. Recuerda que el primer gesto de cariño que vivió fue el de un narcotraficante de su barrio, que le pidió que le fuera a comprar un refresco.
Tras pasar toda una vida en las maras, rodeado de violencia, entre drogas y armas, acabó un día sufriendo torturas crueles en una cárcel: le arrancaban las uñas de los pies. En ese momento pensó que si salía de aquella ayudaría a los jóvenes para que no cayeran en el mundo del delito.
"Pienso que le hice tanto daño a mi país, Guatemala, a tantos jóvenes, a tantas familias. Entonces llegó el momento para remediar todo lo que había hecho y me empecé a involucrar en organizaciones", explica.
Primero obtuvo un trabajo fijo, pero lo abandonó porque no le dejaba tiempo para dedicarse a su vocación: ayudar a los demás a no cometer sus mismos errores. Una de sus primeras actividades fue organizar un campeonato de fútbol.
"El balón nos costó 95 quetzales (11 dólares aproximadamente), pero con esa inversión mínima logramos que los jóvenes dejaran de matarse. Durante 8 meses no hubo ningún asesinato en la comunidad", explica Agustín, que fue uno de los fundadores de la organización Jóvenes Contra la Violencia.
PANDILLERO CONSTRUCTOR DE PAZ
Carlos Cruz, uno de los fundadores de Cauce Ciudadano, un movimiento de expandilleros de México, lo tiene claro: "En nuestra infancia sufrimos violencia y después en nuestra adolescencia y nuestra juventud empezamos a ser generadores de violencia", resume.
Con sólo 16 años ya traficaba con armas, traficaba con dinamita y robaba. "De toda la gente de mi edad en mi barrio, de 23 hoy solo vivimos tres", explica.
En el año 2000 un amigo suyo fue asesinado, y eso provocó que Carlos y sus otros compañeros comenzaran a plantearse trasformar sus vidas. "Empezamos a valorar lo que éramos como personas y que nuestra experiencia de vida podía servir para que otros aprendieran", recuerda.
Carlos renunció a la violencia, pero no a ser pandillero. Ahora se define como pandillero constructor de paz. "Los niños, niñas y adolescentes son de todos y hay que cuidarlos. En eso es en lo que estamos", afirma.
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