BUENOS AIRES, 9 Feb (Notimérica)
Diego tiene 56 años, "uno menos que Maradona", y resulta difícil encontrar a alguien que hable con más pasión de su trabajo. Lleva más de media vida, desde 1980, cuidando la historia, al servicio de algunos de los expresidentes de Argentina o de las familias más influyentes del país.
Trabaja en el cementerio de la Recoleta, según él, "el más bonito del mundo", asegurándose de que cada bóveda reluzca, que el turista que se pare frente a ellas las vea impolutas; porque aunque le pese -que le pesa-, este cementerio se ha convertido en uno de los puntos de referencia de la capital.
El cementerio de Recoleta, con casi dos siglos de historia (desde 1822), es una contradicción en sí mismo. Es una pequeña ciudad en medio del gigante que es Buenos Aires. Es un remanso de paz en una ciudad que no descansa nunca, que tiene vida las 24 horas del día. Pero fundamentalmente es un tesoro, arquitectónico e histórico, que guarda cientos de historias apasionantes.
Los turistas, que recorren sus callejuelas casi sin levantar la cabeza del mapa, no son conscientes de la cantidad de anécdotas que guarda este camposanto. Quizá no tuvieron la suerte de conocer a Diego.
Sin soltar su plumero, al que lleva aferrado 35 años, no se deja tomar una foto. Teme que un reportaje publicado en España le haga famoso para siempre, "como le pasó a un compañero en Nueva York". Justo frente a la bóveda de Hipólito Yrigoyen, uno de los presidentes argentinos más controvertidos, no parece muy dispuesto a ayudar cuando se le pregunta por la tumba de Evita Perón, seguramente cansado de responder la misma pregunta unas cien veces al día: "Llegue hasta el final y cuente once calles a la derecha", indica en un par de ocasiones durante la conversación. Pocos segundos después ya cuenta la historia de todas y cada una de las familias cuyas tumbas se encarga de mantener impecables.
Porque son precisamente esas familias y sus descendientes de quienes depende el trabajo de los 50 cuidadores que trabajan en el cementerio de la Recoleta. Aunque la Municipalidad de Buenos Aires establece unas tarifas por metro cuadrado para estos servicios, los cuidadores no tienen un sueldo público, sino que su salario depende de que la familia en cuestión lo contrate para que sus antepasados sigan brillando varias décadas o siglos después. De nuevo un motivo de lamento para Diego, que ve cómo hay muchas tumbas que ya nadie cuida. "Cuando el mantenimiento empieza a depender de los jóvenes es un problema; ya no tienen interés en que se cuiden las bóvedas".
Conoce a la perfección la historia de cada uno de los expresidentes de la Argentina, de cada general, sargento o soldado raso que está enterrado entre los muros de ese lugar al que ha dedicado su vida. Habla con especial cariño de Vicente López y Planes y Blas Parera, los compositores, en 1812, del himno nacional, a quienes él tiene "el privilegio de limpiar".
Cuenta con entusiasmo la historia de amistad que protagonizaron en los ochenta el músico Benigno Lugones, el escritor Adolfo Mitre, hijo del fundador de La Nación, y el historiador Alberto Navarro Viola, que se enterraron juntos bajo un monumento a la amistad. Pero su favorita es la de un matrimonio que tras más de 30 años sin dirigirse la palabra decidió enterrarse bajo dos bustos que se dan la espalda. Él, tallado en mármol y a tamaño real. Ella -supuestamente infiel- tan solo mereció una cabeza tallada en piedra.
Por los callejones y las diagonales del cementerio se suceden las anécdotas, unas reales y otras de fantasía, pero lo que se le escapa al turista es que es un lugar donde junto a los restos de cientos de familias adineradas convive otra gran familia, la que forman los trabajadores del cementerio, que solo se jubilan "cuando van a morir". Como Diego, otros 50 cuidadores, cuatro exhumadores y el personal de la administración, a quienes se puede ver reunidos en torno a un mate a cualquier hora de la mañana y en cualquier esquina, son el alma del cementerio de la Recoleta.